El Periódico de Catalunya, 30/12/2009
Debo confesar una debilidad. El año pasado, vi la adaptación de Jacques Daniel-Norman de Calle de la Estación, 120 con el excelente René Dary; conservo de ella un recuerdo bastante confuso salvo unas cuantas escenas y, desgraciadamente, del final. Nunca olvido el final... Tras leer la novela original del francés Léo Malet (1909-1996) me ha pasado lo mismo. Más que la intriga, lo más interesante en sus obras reside en el tono. El lector siente una voz, una «pequeña música», por hablar como Céline. Nestor Burma, el detective narrador, prisionero en Alemania hasta su liberación en 1941 por razones de salud, llega a Lyón, la ciudad más importante de la Francia no ocupada. Su indagación nos pasea por el casco antiguo –los famosos traboules– y llega a los bulevares parisinos, los muelles del Ródano, las orillas del Sena.
PERSONAJES INOLVIDABLES / Burma, con un humor despreocupado y, pese a todo, un amor desengañado y lúcido por la humanidad, retrata una galería de personajes inolvidables. «El individuo, que me recibió, y que se hacía llamar ‘secretario’, parecía un gorila. A pesar de la escuela obligatoria, sospeché que no sabía leer ni escribir». ¿Cómo olvidar a Montbrison, el abogado obeso y tan simpático, siempre de punta en blanco, que fuma cigarrillos americanos?
En cualquier momento, Burma confiesa su pasión por las mujeres –«Sentimos de pronto una ternura exagerada hacia el elemento femenino que poblaba el andén»–. Las describe con sibaritismo y precisa si son guapas, feas, deseables o no...
El lector y el historiador sentirán el mismo placer en esta evocación contemporánea de la Francia ocupada con sus tarjetas de alimentación, las postals interzones y el toque de queda. Todo es natural, todo fluye porque el relato se publicó en 1942, en la zona aún libre. Malet nos propone una de las primeras evocaciones literarias de un campo de prisioneros de guerra en la Alemania nazi con una veracidad total a pesar del control previo de la censura.
Malet solo quería divertir al lector. Nunca pretendió ser un maestro de la literatura, pero escribe muy bien. «Después, encontré el café. No había cambiado de nombre, ni había cambiado de decoración, ni tampoco el dueño había cambiado. ¿Habría cambiado, siquiera, el polvo? Parecía de época».
Pese a mantenerse anclada en la realidad de la ocupación alemana, la acción se sitúa en un unzeit, un tiempo narrativo distinto al real. Burma regresa a París hacia diciembre de 1941 y no alude a Pearl Harbor ni al fusilamiento de 100 rehenes.
En cambio, el cómic de Jacques Tardi, adaptación excelente ahora reeditada por Norma, evoca la ocupación con insistencia. Se apropia del universo de Malet y lo hace suyo. Su Burma se mueve por suburbios tan tristes y grises como el de Malet, pero el Burma dibujado no tiene el humor del Burma literario. Con Malet, el lector a menudo se ríe; con Tardi, nunca. Su detective se asemeja más a un personaje de Céline que a uno de Malet. Para mí, el principal aliciente de su literatura es la ligereza, el humor, un humor omnipresente que esconde cierta ternura, un poco como la timidez que se esconde tras la agresividad. Con un estilo sencillo, a veces poético, a veces cómico, a medio camino entre el academicismo de un Paul Bourget y el lenguaje de la calle en los años 40, Malet ofrece un producto raro hoy día: una novela bien hecha, bien acabada, sin pretensión ni ganas de cambiar el mundo. Es sólo un libro para poder olvidar un rato la fealdad del presente y entretenerse con un pequeño vals popular.