El País: XAVIER THEROS
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La historia rusa es de un caudal impredecible. Mientras el zarismo vuelve a ponerse de moda allí, sus descendientes directos -los nietos del exilio que provocó la revolución- contemplan con asombro el país de sus abuelos, sin entender muy bien a qué se debe tanto entusiasmo imperial. A casi un siglo de distancia, cuando parecían condenados al desván del olvido, los rusos blancos vuelven a ser actualidad.
La semana pasada estuvo en Barcelona Joan Daniel Bezsonoff -ese estupendo novelista catalán de origen ruso, nacido en Perpiñán-, que vino a presentar su último trabajo en la librería Laie. En Una educació francesa (L'Avenç) se narra la desaparición de un mundo -la niñez del autor en el Rosellón- visto atropelladamente como un lugar donde "el presidente de la república publicaba antologías poéticas y todos los catalanes hablaban catalán". Una Francia infantil tan contradictoria e indescifrable como la diáspora rusa que retrataba en su anterior novela: Els taxistes del tsar, donde contaba las peripecias de los Bezsonoff -dos hermanos que se refugian en la Cataluña norte- y de su nieto, un escritor que intenta aprender el ruso para leer Guerra y paz en su lengua original, sin conseguirlo.
Las revoluciones tienen estas cosas, dispersan a la gente y complican las identidades. Tras el primer aldabonazo en 1917 y hasta el final de su guerra civil -en 1921-, miles de rusos tuvieron que huir. Condes que terminaban trabajando de camareros y generales haciendo de taxistas, como los que tanto impresionaron a Franco cuando -en su juventud- visitó París. La capital francesa era el destino preferido de aquella expatriación, pero no el único. Barcelona también fue lugar de cobijo para muchos de ellos.
Lo había sido ya cuando el zar expulsó a León Trotski, que visitó la ciudad y cuya mujer e hija vivieron un tiempo en la calle de Balmes. Después, quienes llegaron fueron los opositores al comunismo. Algunos de pega, como el hipnotizador Onofroff -del que otro día les hablaré-, que decía ser ruso o italiano según fuera el caso. Otros de tanto porte como Vladimir, el celebérrimo portero del hotel Colón de la plaza de Catalunya, siempre con su uniforme de oficial zarista. Aunque el más famoso de todos fue el príncipe Yusupov -el asesino de Rasputín-, que pasaba temporadas por aquí frecuentando el Excelsior de La Rambla y las playas de S'Agaró.
Era una comunidad pequeña en la que destacaban varios pintores, como la ucrania Chana Orloff, a través de la cual vinieron Hélene Grunhoff y Serge Charchoune, o la también pintora Olga Sacharoff, que murió en su casa del Putxet en 1967. Un colectivo muy discreto, al que se añadirían linajes como el de los príncipes Demidoff; una dinastía de ricos mecenas cuya historia fue recopilada -hace algunos años- por una de sus parientas barcelonesas. Así como algún familiar del duque Vitte o el hijo de Vladimir Lamsdorff -ministro de Asuntos Exteriores de Nicolás II-, conocido abogado y uno de los traductores de Solzhenitsin al castellano.
En general, sus descendientes no parecen muy dados a las nostalgias prerrevolucionarias que tanto éxito desatan en la antigua Unión Soviética. Tampoco es la añoranza lo que hace reflexionar tan a menudo a Bezsonoff sobre su historia personal, sino más bien la pura estupefacción. Este "francés que se está curando", que ama desaforadamente a Luis Mariano, a Rusia y a Francia (por este orden), se muestra, sin embargo -con su estilo siempre atrabiliario y sentencioso-, como alguien al que la melancolía no ciega hasta el punto de borrar sus contradicciones. "Yo no perdono nada porque lo recuerdo todo", pura dialéctica de la memoria para estos tiempos que corren.